La historia de la pequeña Malala Yousafzai parece salida de un cuento. A la edad de 13 años, Malala publicó en un blog sus ideas sobre el derecho de la mujer a la educación, algo prohibido por el regimen Talibán en su natal Pakistán. A los 15 años, un miliciano de los talibanes le dispara cuando se dirigía a la escuela en un autobús escolar; es operada de emergencia y milagrosameente salva la vida.
Al salir del hospital, después de una cirujía reconstructiva donde se le aplicó una placa de titanio en la cabeza y un dispositivo auditivo, regresa a clases y declara que seguirá luchando por el derecho de las mujeres a la educación. Su figura se convierte en un símbolo de liberación internacional.
En mayo de 2014, Malala levanta la bandera de liberación de las jóvenes nigerianas que fueron secuestradas por un grupo fundamentalista del Islam que rechaza la educación de las mujeres. En octubre de 2014, Malala recibe el Premio Nobel de la Paz. Es la persona más joven que ha recibido ese premio, en cualquier categoría.
Recientemente, un articulista de la revista Time comparó a Malala con Harry Potter. Dice que ambos son niños perseguidos por fuerzas muy superiores, que encuentran refugio en la educación. Ambos son héroes que inspiran a millones. La diferencia, claro está, es que Malala no es producto de la imaginación prodigiosa de una escritora. Su propia vida es un prodigio.