Los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro se iniciaron con un cúmulo de malos augurios: la crisis económica, la corrupción de la empresa petrolera de Brasil, la violencia de las favelas, la destitución de la presidenta y las amenazas del Estado Islámico eran indicios de que las Olimpiadas terminarían siendo un fiasco.
La revista Time publicó un artículo en su último número donde hace un recuento del desgaste y los colapsos que ha traído la política al interior de los Juegos Olímpicos. Sin duda, la mayor tragedia tuvo lugar en las Olimpíadas de Múnich en 1972, cuando el grupo terrorista Septiembre Negro secuestró a la cuarta parte de la delegación israelí, y el capítulo terminó con la muerte de 6 entrenadores israelís, 5 atletas y un policía alemán. Posteriormente, y al calor de la Guerra Fría, los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980 fueron boicoteados por Estados Unidos y otras 61 naciones, y los Juegos Olímpicos de Los Ángeles fueron boicoteados por la Unión Soviética y otros 14 países. Una vergüenza para las dos naciones más poderosas del mundo en aquellos años.
Hasta ahora, los Juegos Olímpicos de Río han sido un éxito. En primer lugar, porque son las primeras Olimpiadas en las que participa una delegación de los refugiados de guerra -que según las Naciones Unidas ascienden a más de 65 millones de personas-, y en segundo lugar porque a pesar de muchos factores en contra se ha conservado el espíritu olímpico de fraternidad entre los hombres.
Las Olimpíadas son susceptibles de corrupción, gastos excesivos en países pobres, infraestructuras defectuosas y costos muy elevados a largo plazo, pero siguen siendo un poderoso lazo de unión entre las razas, las naciones y las diferentes religiones en un mundo donde el nacionalismo, la discriminación y la xenofobia han sentado sus reales en los partidos y políticos de diferentes latitudes.