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Privacidad

¿Y dónde está la privacidad de los creadores de las redes sociales que todo lo envuelven? Curiosamente se encuentra muy bien resguardada. A raíz de estos temas salió a relucir nuevamente un pasaje de la vida de Mark Zuckerberg, donde un triste fotógrafo británico –llamado Nick Stern- tuvo la ocurrencia de tomarle algunas fotografías mientras paseaba a su perro con su novia por el vecindario en el que vive, allá en San Francisco.

El mismo día, Zuckerberg le envió a Stern dos corpulentos agentes de seguridad  de su empresa para invitarlo amablemente hasta la sede de Facebook en Palo Alto, California, donde lo escoltaron al interior de las instalaciones y le explicaron cortantemente que con sus fotografías estaba invadiendo la privacidad del creador de Facebook, y que debía dejar de hacerlo. Que no tenía derecho a publicar fotografías ni historias sobre Zuckerberg ni sobre quienes lo rodean. No hubo ninguna amenaza de por medio, pero el simple capítulo fue de tragar saliva, y resultó muy convincente.

Después del escándalo sobre el robo de identidades a través de Cambridge Analytica, el fotógrafo decidió contar nuevamente su historia, porque a su juicio el empresario es un hipócrita.  “Es irónico que Zuckerberg llegue a estos extremos para proteger su propia privacidad –dijo enfáticamente-, cuando la intimidad de millones de personas no parece haber sido una de sus prioridades.”

Y Nick Stern no está solo en sus experiencias. Otro periodista, llamado Joe Veix, contó que también tenía la intención de retratar la vida interior de Zuckerberg, y que para ello decidió –como muchos investigadores privados lo hacen- indagar furtivamente en sus desechos. Entonces vigiló de manera escondida los turnos de la recolección de la basura del barrio, pero todo fue en vano. Lo que descubrió resultó ser más interesante que los gustos y las costumbres privadas del magnate. En primer lugar, se dio cuenta de que Zuckerberg había contratado un servicio privado, armado con equipos de seguridad, para que nadie pudiese hurgar en sus desperdicios. Y no solo eso: para evitar la incómoda mirada de sus vecinos, decidió gastar la friolera de 42 millones de dólares para comprar y derribar las casas que estaban alrededor de la suya, y así crear un espacio de protección que impida las miradas ajenas. Parece un caso de sicopatía clínica, propio de un rey paranoico del medioevo. Pero es una más de las ridículas paradojas de la modernidad, con su cauda de teléfonos inteligentes, millones de usuarios, empresarios que surgen de la nada y alcanzan un poder desmesurado, así como los usos patéticos del dinero.

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