En Venezuela la escasez arroja a las familias a la edad del fuego. A falta de gas para cocinar, se recurre nuevamente a la leña. Las familias más pobres, y los no tan pobres, cortan ramas de los árboles y buscan madera en los basureros para poder hervir el agua y calentar los alimentos. Es otro de los resultados del desabasto y la crisis que ahoga a Venezuela en los últimos meses.
El país vive una guerra silenciosa que ocasionalmente estalla en disturbios. El presidente Nicolás Maduro tiene el apoyo del ejército y la policía, y no duda en reprimir a la población que lo detesta. La oposición está desarmada, y no duda en abandonar el país a la menor oportunidad de hacerlo. Y los que más sufren, como siempre, son los que menos tienen.
Tras cinco meses de confrontaciones callejeras, que han dejado 120 muertos y decenas de heridos, Venezuela enfrenta un desabasto que no parece tener salida. Mientras los anaqueles de las pequeñas tiendas cierran, los precios de los productos que quedan se incrementan y los salarios no alcanzan para nada. Solamente el pasado mes de julio, los precios de los alimentos subieron un 17%, los pocos que se encontraron. Y el salario promedio está en unos miserables 5 dólares al mes, al igual que el salario mínimo en México. Nada para enorgullecerse.
La antigua economía petrolera, insignia de la soberanía nacional, naufraga en un mar de rezagos, ineficiencias y corruptelas. El bolívar pierde valor a diario. Y los dólares escasean. Sin dinero y sin comida, los más pobres incrementan las estadísticas de la desnutrición y el hambre.
La oposición a Maduro crece, pero no tiene salida. Con el ejército de su lado, el nuevo dictador puede crear un congreso y una constitución a modo. Nada nuevo en el universo de los tiranos. Por eso muchos tienen puestas sus esperanzas en que sobrevenga un golpe de Estado por parte de un sector del ejército. Otros dicen, con un sarcasmo comprensible, que eso sería como pasar de la sartén al fuego.