La globalización está contra las cuerdas. Primero fue el Brexit, el referéndum que sacó al Reino Unido de la Unión Europea. Después llegaron las amenazas de Donald Trump contra el Tratado de Libre Comercio, las empresas norteamericanas que invierten fuera de su país y el espantajo de incrementar los aranceles contra todo el mundo. Ayer, Trump dio un paso adelante en su cruzada proteccionista: puso fin a la participación de su país en el Acuerdo de Asociación Transpacífico, que agrupa a las doce naciones que comparten sus costas en el Pacífico.
La lucha entre el proteccionismo y la globalización es tan antigua como la humanidad. Es una rémora del deseo de los pueblos de permanecer intactos ante las amenazas externas. La tribus antiguas no querían mezclarse con otras tribus. Los feudos se amurallaron. Las naciones cerraron sus fronteras. Dos pueblos fueron arquetípicos en la historia de la pureza racial y la cerrazón cultural: los judíos y los japoneses. Pero el impulso hacia el exterior ha sido un motor incontenible. El mercado fue su ariete, y los fenicios su pueblo. Y de ahí en adelante, la pugna entre ambas fuerzas no se ha detenido. Ahora Trump se presenta como el nuevo adalid de lo retrógrado.
No lo sabe, pero la globalización no puede detenerse. Porque no solo implica el establecimiento de empresas trasnacionales en otras latitudes. La globalización es una fuerza que implica comercio internacional, intercambio entre las culturas, información inmediata de sucesos en todo el mundo, colaboración tecnológica en todos los campos de la ciencia, solidaridad entre los pueblos, turismo e Internet.
Ahora que se negocia el Tratado de Libre Comercio en Washington, llaman la atención dos temas. El primero son las declaraciones de Idelfonso Guajardo, Secretario de Economía. Sin ser un hombre que defiende el proteccionismo, se lanzó a defender a su país. Dijo: «No habría otra opción que una salida. ¿Ir por algo que sea menos de lo que tenemos? No tiene sentido quedarnos.»
El segundo, aunque esto ya es llover sobre mojado, es la adoración de Donald Trump por fotografiarse con sus gorras («Make America Great again») y responderle a sus detractores con su Twitter. ¿Por qué esa adoración al Twitter? ¿No es uno de los vehículos más eficaces de la globalización?
Y sobre las gorras, bueno, solo habría que revisar sus etiquetas.
Todas dicen: «Made in China».