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Vigilar y castigar

Hace poco más de una semana, cerca de 500 internos del penal de Barrientos, Tlalnepantla, en el Estado de México, se amotinaron e incendiaron varios colchones por lo que las imágenes mostraban una gran pira que iluminaba el interior de la cárcel semejante a un infierno.

Sin consecuencias mayores aparentemente, pues no hubo muertos, este acontecimiento siguió al ocurrido el 10 de febrero por la noche en la cárcel de Topo Chico, Nuevo León, donde dos grupos de presos se enfrentaron dejando un saldo final de 49 muertos y varios heridos.

La información viene a cuento porque el sistema penitenciario mexicano es otro de los espejos de lo que ocurre en el país y la imagen que devuelve dista de ser grata. En Topo Chico, según informó el gobierno de Nuevo León, el control del penal se encontraba a cargo de líderes del crimen organizado en complicidad con algunas autoridades. Se encontraron “Celdas de lujo equipadas con salas, minisplits, pantallas, frigobares, televisión digital y hasta acuarios y baños sauna”.

En contraste, en Suecia, con una población de cerca de 10 millones de habitantes con un territorio aproximado de la mitad del tamaño de Argentina, han empezado a cerrar cárceles. Nils Öberg, director del sistema penitenciario sueco, declaró hacia finales del año pasado que las cárceles suecas no eran instituciones de castigo sino de rehabilitación. “Nuestro rol no es castigar. El castigo es la sentencia de prisión. Los convictos han sido privados de su libertad. El castigo es que ellos estén con nosotros en la prisión”.

Aparentemente en México, con solamente el dato del índice de soprepoblación superior al 23%, para quienes no son los líderes que las controlan, las prisiones son mucho más que un castigo, son francamente el infierno.

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