En México los muertos están vivos. En los panteones se les recuerda con velas, panes, bebidas, flores de cenpasúchitl. En las calles se les celebra con ofrendas, cánticos, desfiles, paseos de bicicletas. Detrás de las vitrinas, los panes de muerto esperan a las filas de clientes que los requieren para la merienda. En las casas y las oficinas, las calaveras cuelgan de las paredes y esperan su lugar en las mesas de los festejos.
Como muchos otros pueblos, en México se revive el culto a los antepasados. La fiesta del día de muertos es la celebración de la historia y los hombres que nos dieron vida. Los bisabuelos de la Reforma, los abuelos de la Revolución, los padres del modernismo son las legiones de muertos que nos heredaron un país que se desgaja y amenaza con devorar a todos con su violencia.
Este día, los muertos nos hablan al oído. Nos dicen que la muerte no es tan mala, y que es peor vivir como muertos. Que la vida es corta, y que no vale la pena desperdiciarla. Que ellos nos acompañarán en el trance y nos recordarán quiénes somos, de dónde venimos y a dónde nos dirigimos. Que los muertos no siempre se van; que la mayoría se queda. Y que esa permanencia nos recuerda que huesos somos, y en huesos nos convertiremos. Con o sin fuego.