Es evidente que China ha llegado a ocupar el lugar que hace unas décadas tenía la Unión Soviética como representante del comunismo internacional y enemiga del capitalismo y los Estados Unidos. Por eso las recientes declaraciones del líder chino, Xi-Jingping, han creado un oleaje de réplicas y críticas en casi todos los países del mundo occidental.
Los voceros del gobierno de Pekín afirman por un lado, que China es una democracia peculiar, que tiene representantes a todos los niveles, desde los barrios de las pequeñas ciudades hasta los grandes conglomerados, y que la democracia china es mucho más efectiva que muchas democracias de los países desarrollados, ya que se ha enfocado a resolver los grandes problemas que enfrentan todas las sociedades del mundo, como la desigualdad social, los rezagos educativos y las crisis sanitarias.
En días pasados, el máximo líder de China conminó a los grandes empresarios surgidos del socialismo a compartir sus riquezas con los sectores menos favorecidos de la población. Las autoridades están prometiendo que la educación, las viviendas y la atención médica serán menos costosas y que habrá una disponibilidad más uniforme de servicios fuera de las grandes ciudades. También prometen un aumento en los ingresos de los trabajadores, con lo cual ayudarán a garantizar que más personas asciendan a la clase media. La campaña llamada de “prosperidad compartida” ha coincidido con una serie de medidas estrictas en contra de los gigantes tecnológicos del país para contener su dominio. Frente a esta situación, algunos de los multimillonarios más ricos de China -entre ellos Jack Ma-, prometieron que donarán miles de millones de dólares a organizaciones de beneficencia.
De lo que se trata, en el fondo, es que China deje de combinar los peores lastres del socialismo (falta de democracia, pisoteo de los derechos humanos) con los peores lastres del capitalismo (pobreza extrema y desigualdad social).
Si lo logra, será un verdadero ejemplo para el resto del mundo.