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Contra la globalización

Hace unas décadas, cuando la globalización era un proceso que se veía como la expansión del capitalismo en el mundo, la crítica a la globalización era la crítica a la desigualdad social, al acaparamiento de los recursos en unas cuantas manos, al empobrecimiento de las mayorías y al establecimiento de la injusticia social.

Hoy muchas cosas han cambiado. Existen mucho más conflictos regionales que se encuentran soterrados, pero que siguen palpitando bajo la superficie. El comercio, los viajes e incluso las comunicaciones entre los distintos bloques políticos se han vuelto mucho más tensas en términos morales, políticos y económicos. Cientos de compañías se retiraron de Rusia cuando Putin decidió invadir a Ucrania. Muchos consumidores occidentales no quieren comerciar con China por las acusaciones de trabajo forzoso y genocidio que pesan sobre ella. En 2014, Estados Unidos excluyó a la compañía tecnológica china Huawei de las licitaciones públicas. Ahora Joe Biden ha endurecido las normas para comprar a proveedores estadounidenses.

La economía mundial parece estar escindiéndose poco a poco, para empezar, en una zona occidental y una zona china. Parece que esos bloques ya no se hablan. La inversión directa extranjera entre China y Estados Unidos ascendía a casi 30.000 millones de dólares anuales hace cinco años. Hoy se ha reducido a 5.000 millones.

The Economist sostiene que entre 2018 y 2019 el comercio mundial cayó alrededor de 5 puntos porcentuales respecto al PIB mundial. Desde ese entonces se han introducido nuevos aranceles y barreras al comercio. Se ha reducido el ritmo de los flujos migratorios. Los flujos mundiales de inversiones a largo plazo cayeron a la mitad entre 2016 y 2019. Las causas de esta desglobalización son amplias y profundas. Para muchas personas, la crisis financiera de 2008 ha deslegitimado el capitalismo global. China, al parecer, ha demostrado que el mercantilismo puede ser una estrategia económica eficaz. Han surgido toda clase de movimientos contra la globalización: los partidarios del brexit en Inglaterra, los nacionalistas xenófobos en todo el mundo, los populistas trumpistas en Estados Unidos y la izquierda antiglobalista en Europa.

Y es cierto, la política global ha funcionado en las últimas décadas como una enorme máquina de desigualdad social. En un país tras otro, han surgido grupos de élites urbanas con estudios superiores para dominar los medios, las universidades, la cultura y, a menudo, el poder político. Grandes sectores de la población se sienten menospreciados e ignorados. En un país tras otro, han surgido líderes populistas para explotar ese resentimiento: Donald Trump en Estados Unidos, Narendra Modi en la India o Marine Le Pen en Francia. El resentimiento contra las élites culturales, económicas y políticas de Washington que pregonan líderes autoritarios como Putin, Modi y Jair Bolsonaro en Brasil, se parece mucho al resentimiento contra el estatus que sale de la boca de la derecha trumpista, de la derecha francesa, de la derecha italiana y de la derecha húngara.

Sin embargo, prevalecen las ideas y los sistemas morales de las democracias. Eso que llamamos “Occidente” no es una denominación étnica ni un club de golf elitista. Los héroes de Ucrania están demostrando que es un logro moral y que, a diferencia de sus rivales, tiene como banderas la dignidad, los derechos humanos y la autodeterminación de todas las personas. Millones de personas piensan que vale la pena trabajar, defender y compartir esas ideas en las próximas décadas.

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