Bombas atómicas lanzadas en la historia solo han sido dos: Little Boy en Hiroshima y Fat Man en Nagasaki. Se han sucedido incontables pruebas nucleares en las últimas décadas, pero solo esas dos fueron lanzadas sobre ciudades y poblaciones. Fue en agosto de 1945, y el horror desatado puso fin a la Segunda Guerra Mundial. Japón y su emperador se rindieron.
Aunque el cálculo del presidente norteamericano Harry S. Truman resultó atinado, el precio pagado a la humanidad fue enorme: 245,000 muertos en ambas ciudades, en su mayoría civiles. Víctimas, además, de un tormento inimaginable. La mitad de los muertos sucumbió con la fuerza de los bombazos, pero la otra mitad sobrevivió un tiempo para llevar un calvario agónico de envenenamiento y cáncer por las radiaciones.
A partir de ese momento, la mayor parte del mundo decidió que ese holocausto no debería de repetirse. Pero los enfrentamientos políticos dijeron otra cosa. Durante décadas, la Guerra Fría descansó en el equilibrio de los arsenales nucleares de Estados Unidos y la Unión Soviética, y aunque hubo momentos en los que parecía que cualquiera dispararía el gatillo atómico, la sensatez prevaleció hasta la desaparición de la URSS.
Sin embargo los arsenales, a pesar de las declaraciones y los buenos deseos, no solo no desaparecieron, sino que se modernizaron y se perfeccionaron. Hoy Rusia sigue siendo dueña del arsenal atómico más grande del mundo. Le sigue Estados Unidos, y han surgido otras potencias que han seguido ese tétrico ejemplo. El Reino Unido, Francia, China, Pakistán, India y Corea del Norte están entre los que se inclinan a defender su seguridad a costa de la destrucción del otro. Se sabe también que Irán, Sudáfrica e Israel tienen armamentos velados.
Atinadamente, el Premio Nobel de la Paz de este año fue otorgado a la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares, una agrupación de 468 organizaciones sociales en más de un centenar de países que se oponen a la detonación de bombas atómicas y, en general, a la carrera armamentista en el mundo. «Vivimos en un mundo donde el riesgo de que se utilicen las armas nucleares es más alto de lo que nunca fue», declaró la presidenta del Comité Noruelo del Nobel, Berit Reiss-Andersen.
La sede de esta organización se encuentra en Ginebra, y su representante se llama Beatrice Fihn. Al conocer la noticia del premio, sabedora de una enorme responsabilidad, dijo: «Estamos en un momento crucial, el riesgo de guerra nuclear está otra vez en la agenda, con la posibilidad de asesinar a civiles de forma discriminada, con amenazas por parte de Estados Unidos y de Corea del Norte. Esto debe acabar y el premio respalda esa posición».
El último tratado contra las armas nucleares, promovido por esta organizaciónn, se llevó a cabo el pasado mes de julio. Fue firmado por 122 naciones. Lamentablemente, como era de suponerse, los poseedores de armas nucleares no lo firmaron.
Lamentablemente, también, Donald Trump dijo con su típica mala digestión al final de una cena con los altos mandos militares de su país que «esa era la calma que antecedía a la tormenta.»
Y al limpiarse la orilla de los labios, con su sonrisa proverbial, añadió: provecho, señores.