El Papa Francisco, conocido por su humildad e inclinación hacia la iglesia de los pobres, acaba de dar un paso más para reivindicar a los sacerdotes comprometidos con el pueblo. Ha levantado el veto de beatificación que pendía sobre el Arzobispo Oscar Romero de El Salvador, que fue asesinado en la catedral de San Salvador mientras oficiaba una misa en el lejano año de 1980. Romero era uno de los clérigos de la iglesia conocido por sus principios sobre la Teología de la Liberación, una doctrina que mezclaba el cristianismo con las ideas socialistas.

Ese año fatal, El Salvador entró en una guerra civil que duró 12 años y costó 75 mil vidas. Muchos analistas dicen que el asesinato del Arzobispo fue el detontante, porque se sospecha que fue ejecutado por los escuadrones de la muerte, un grupo de ultraderecha que ejecutaba a cualquiera que se oponía a su ideología. Años más tarde, en 2010, el presidente Mauricio Funes -primer mandatario de izquierda después de la guerra-, pidió perdón a nombre del Estado por su muerte.

Tal vez la beatificación del Arzobispo -un paso previo para convertirlo en santo- llega demasiado tarde. Pero es una muestra más de que el actual Papa quiere apartarse de los ricos, los grupos que simpaticen con el fascismo y los militares golpistas.