Se cerró un libro. Se acabó una época. Se murió Tom Wolfe.
Hay un tipo de literatura que descansa y se nutre del periodismo. Sus fundadores son Honoré de Balzac en París, por supuesto, y Charles Dickens en Londres. Ambos en el siglo XIX. En La comedia humana y Oliver Twist están sus enfoques más importantes: la reseña detallada, la crítica social, la reivindicación de los débiles y los mendigos, la mofa de la riqueza. Luego, en el siglo pasado, llegó un torrente de escritores que arribó a las novelas desde las páginas de los diarios. Eran anglos y latinos, salieron de lugares diferentes, pero terminaron escribiendo crónicas poéticas, artículos literarios, notas llenas de simbolismo, novelas a manera de reportajes. Gabriel García Márquez, Guillermo Cabrera Infante, Ernest Hemingway, Norman Mailer, por hablar de unos cuantos.
Tom Wolfe fue considerado el padre del nuevo periodismo. Sus textos eran incendiarios, crónicas de peleas callejeras, luces incandescentes de los conciertos de rock. Sólo escribió 4 novelas en el sentido estricto del término. La hoguera de las vanidades, Todo un hombre, Yo soy Charlotte Simmons, Regreso a la sangre (traducida sin recato como «Miami sangriento»).
Mediante tramas extraordinariamente realistas, pletóricas de detalles, modas, lenguajes reconocibles, accidentes verosímiles y sentimientos profundos, Tom Wolfe ponía a sus lectores en la carne y el alma de sus personajes. En La hoguera de las vanidades, logró que cualquier lector sintiera empatía por un déspota odioso de Wall Street. En Yo soy Charlotte Simmons, todos fuimos esa pobre estudiante humillada por sus compañeros y victoriosa al final.
Te vamos a extrañar, Tom.
Y mucho.