El poder es afrodisíaco, dicen algunos escritores. También lo dicen muchos políticos, sus concubinas, los hombres y mujeres que al llegar a la cima de los cargos públicos se sienten con la potestad de hacer lo que habían soñado cuando el poder no estaba a su alcance. Algunos, incluso, hacen declaraciones autodenigrantes. Donald Trump, por ejemplo, dijo que se hubiera acostado con su hija si no fuera su hija.
A su hija las palabras de su padre no le importaron, y asunto concluido.
Pero hay otros casos en los que el sexo implica sumisión, violencia, pisoteo de los derechos humanos. Ese es el caso de Zoilamérica Narváez (en la fotografía), la hijastra de Daniel Ortega, que hace algunos años acusó a su padrastro de abusar de ella desde la temprana edad de 10 años, y que recibió el repudio de la sociedad entera de Nicaragua en lugar de la justicia. Zoilamérica dio un testimonio muy pormenorizado de los abusos sexuales que sufrió a manos del máximo líder sandinista desde los años germinales de la revolución, y de cómo su propia madre se le puso en contra cuando tanto ella como Daniel Ortega se percataron de que la acusación de su hija podía poner en riesgo su poder político. Un caso vergonzoso en todos los sentidos.
Hay un fondo lamentable en todos los episodios en los que las mujeres acusan a los políticos de abuso sexual: generalmente, las mujeres pierden los casos. Ya sea contra Donald Trump, Brett Kavanaugh o Daniel Ortega. La ley está del lado de los hombres. No del lado de la justicia.