Los medios lo presentan como una violencia irracional y súbita que estalla sin pedirle permiso a nadie y arrasa todo a su paso. Pero en realidad lo ocurrido en Minnesota no es más que la comprobación de que Estados Unidos es un país racista, profundamente desequilibrado, con luchas soterradas entre negros y blancos, pobres y ricos, mujeres y hombres.
Siempre hay una chispa que incendia la pradera. El pasado 25 de mayo, en Minneápolis, Minnesota, un policía blanco sometió con su rodilla la cabeza de un hombre negro contra el pavimento, y terminó por quitarle la vida. Nada extraño en una nación donde dominan los ricos, los hombres y los blancos. El hombre se llamaba George Floyd, y su nombre se convirtió en una bandera de todo tipo de protestas. Sobre todo, de las violentas. Los días que siguieron una ola de fuego incendió comercios, tiendas de abarrotes, farmacias, grandes y pequeños establecimientos y todo tipo de vehículos. Además, por si eso fuera poco, le prendió fuego a una estación de policía.
Pero faltaba Donald Trump en todo esto. Cuando hizo acto de presencia a través de su cuenta de tweeter, avivó las llamas con unas cuantas palabras. «Estoy con el gobernador de Minnesota (Tim Wlatz), pero el alcalde de Minneápolis (Jacob Frey) ha demostrado su incompetencia. Es un izquierdista radical.» Y luego añadió: «Cuando los saqueos empiezan, también lo harán las balas.» ¿Hay una forma más eficaz para alentar la violencia? Parece que no.