Paul Krugman, el Premio Nobel de Economía 2008, afirma que Estados Unidos no puede terminar con la epidemia del coronavirus porque no es una nación unida. Dice que tiene los recursos, tiene el conocimiento y la experiencia de otros países, pero no tiene la voluntad para hacerlo.

La voz de Krugman tiene resonancias en todos los estados de la Unión Americana, y esos ecos le dan la razón. No existe una directriz clara a nivel nacional, y cada entidad federativa abre las puertas de la economía de manera aislada, sin ninguna sincronización con sus vecinos; esto impide el aislamiento de los casos en riesgo, y el libre tránsito de los infectados sin medidas de control. Así, mientras en las entidades del noreste -como Nueva York y New Jersey- se observan avances relativos en el mantenimiento y la reducción de la pandemia, en otros estados -como Florida y California- aparece un repunte que hace pensar en una hidra de 50 cabezas.

En Estados Unidos ni siquiera hay un consenso sobre la importancia del uso de la mascarilla. Cada quien la usa o deja de usarla de acuerdo a sus creencias, afinidades con amigos y humores cotidianos. A diferencia de naciones como Nueva Zelanda o Corea del Sur, donde los confinamientos y el uso de la mascarilla han sido forzosos.

El presidente Donald Trump es un resumen de las contradicciones del coronavirus. Su exacerbada minimización de la pandemia, así como sus exhortos para abrir las economías a quemarropa y la organización de reuniones masivas como si fueran un desafío a la proliferación de virus son una muestra de lo que va a suceder si se mezcla la irresponsabilidad con los alardes.