El Apocalipsis ya está aquí. No son los horribles jinetes de la peste, el hambre, la guerra y la muerte que cruzan el firmamento de la biblia con sus cargas de destrucción y fin de los tiempos, sino un cúmulo de noticias que se han desatado con la pandemia del coronavirus y que obligan a los ciudadanos a quedarse en sus casas, no salir a las calles, evitar los contactos entre personas, huir de los contagios y refugiarse en el vacío de las pantallas televisivas y cibernéticas.

El confinamiento evita la propagación del virus, pero arrincona la vida social e impide el torrente de experiencias que se desata cuando dos o más personas se juntan. Ya no hay saludos ni abrazos, se guarda el contacto visual y el tacto, la viveza de las voces se pierde en las distorsiones de las llamadas telefónicas y los audífonos. Los hombres y las mujeres viven aislados, encerrados en sus propios laberintos.

Ahora los sitios de autoayuda vuelven a plantear sus ejercicios rectores. Respire, respire profundamente y sienta su cuerpo. Sienta sus manos, los movimientos de sus dedos, la extensión de sus brazos, sus piernas y sus rodillas. Y si es más audaz, salga a la calle, de un paseo corto, busque a sus mejores amigos. O entre en comunicación con cualquiera. Tómese un café con algún vecino. Platique, comunique sus experiencias. Ría, sonría. Vuelva a ser un ser humano con todas sus dichas e imperfecciones.

El fin del mundo no ha llegado… aún.