La historia se repite. Ahora en Culiacán. Varios policías municipales entregaron a un grupo de 10 jóvenes cautivos a un comando fuertemente armado una avenida de la ciudad, en plena capital del estado. Un ciudadano grabó la entrega en un video casero, aparentemente desde una tortillería.
Los policías municipales están detenidos, porque no siguieron los protocolos debidos del caso. No estaban en sus puestos, ni avisaron a sus superiores. Simplemente declararon que los jóvenes habían sido detenidos por robar una de las casas de los agentes, y que los policías fueron forzados por el comando armado para entregarlos. Así de sencillo.
El caso es muy semejante a la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en Iguala. Un grupo de policías municipales entrega a unos jóvenes detenidos a un grupo de narcotraficantes. Pero no hay información suficiente para deducir que se trata de una entrega convenida para borrarlos del mapa. Cabe la posibilidad, en este caso, de que los jóvenes formen parte del grupo al que pertenece el comando, en cuyo caso se trataría de un rescate pactado.
Lo grave de todo esto es la porosidad que existe entre las bandas del crimen organizado y las autoridades encargadas de combatirlos. En Sinaloa, una de las cunas más afamadas del narcotráfico y las venganzas, nadie delata a nadie porque todos saben que autoridades y criminales son la misma familia. El mismo día que ocurrió la entrega de los jóvenes al comando armado, un grupo de asesinos encarcelados en el penal de Culiacán salió tranquilamente de la prisión. Eran cinco. Tres miembros del Cartel del Golfo, y dos criminales de renombre: el hijo de un narcotraficante muy célebre apodado «El Azul» y el jefe de escoltas de los hijos del Chapo Guzmán. Jefe de escoltas, sí. Un alto rango dentro de la podredumbre. Éste último fue el responsable de una emboscada al ejército, en la que murieron 5 soldados.
En un país pobre y atrasado, donde los estados se han convertido en los feudos inexpugnables del narcotráfico y los caciques locales, un primer paso para sanear la amalgama entre las autoridades y el crimen sería la desaparición de las policías municipales, por un lado, y de las cárceles locales por el otro, porque en ellas los directores y los custodios responden irremediablemente a los intereses de los presos.