Al mundo entero le cuesta trabajo reconocer que Afganistán existe. Es una nación arcaica, donde los valores de la cultura occidental no han arraigado nunca. Si en una situación hipotética se retirasen de su territorio todas las fuerzas armadas que lo han invadido, es casi imposible que ahí florezcan naturalmente los valores de la democracia, el respeto al otro, la libertad de cultos, la igualdad entre los individuos y la justicia social. O la justicia a secas.
El grupo religioso, político y social más importante en el país ha sido el de los talibanes (en la fotografía), una secta musulmana conocida mundialmente por su fanatismo y su crueldad. Durante los cinco años que se mantuvieron en el poder (de 1996 a 2001), los talibanes implementaron uno de los regímenes más opresivos y teocráticos del mundo, y nada sugiere que durante los años de insurgencia del grupo sus prácticas hayan cambiado mucho. En ese régimen, las mujeres no pueden asistir a la escuela ni trabajar fuera de casa. Los talibanes cuentan con un ejército que se calcula entre 50 y 60 mil hombres armados, y reciben anualmente entre 100 y 200 millones de dólares procedentes de las ventas del opio y una serie de artículos de contrabando.
La idea de una inminente retirada estadounidense de Afganistán mantiene una ansiedad desbordada en todos los sectores. Inclusive al interior de Estados Unidos. Los organismos de inteligencia han señalado al Congreso que «al gobierno afgano le costará mucho trabajo mantener a los talibanes a raya si Washington retira su apoyo.»
El futuro de Afganistán no parece nada luminoso. En realidad, nunca lo ha sido.