Lo lógico, en un continente donde las personas, las mercancías y las ideas fluyen sin fronteras, es que España y Cataluña permanezcan unidas. La separación lleva al aislacionismo, lo cual resulta muy difícil de procesar para encontrar un nuevo lugar en la orquesta de esas naciones. Habría que preguntarle a los ingleses cuáles han sido los beneficios del Brexit, más allá de la violencia que se esparce en toda la nación por la xenofobia y rl repudio a los migrantes.
Dice Vargas Llosa que el sueño separatista de los catalanes obedece al resurgimiento del nacionalismo, ese sentimiento que puede convertirse en una plaga cuando se pone en boca de los demagogos. Y es cierto. Pero el nacionalismo no es solamente la bandera de una República Catalana que quiere separarse para llegar a ningún lado. Ahora también es la bandera de España, que quiere la unidad de su territorio a sangre y fuego. Tal vez el drama de la Península Ibérica es que los líderes del momento son dos radicales irresponsables que no temen llegar a los extremos. Ya se demostró con el referéndum y los golpes de la policía.
El presidente catalán, Carles Puigdemont, está montado en un potro de hierro. Dice que aplicará la ley como consecuencia de los resultados del referéndum. «La declaración de independencia -afirma sin titubeos-, que nosotros no llamamos declaración ‘unilateral’ de independencia, está prevista en la ley del referéndum como aplicación de los resultados. Aplicaremos lo que dice la ley». Al mismo tiempo, Puigdemont señala que no tiene contacto con el gobierno federal. «Ellos se rehúsan a hablar sobre el tema. Pero Cataluña ya habló.»
Por su parte, Mariano Rajoy, presidente de España, vive encastillado en La Moncloa. «El Gobierno va a impedir que cualquier declaración de independencia se plasme en algo -declaró con la solemnidad de un pedestal-; España va a seguir siendo España y lo va a seguir siendo durante mucho tiempo».
En ambas posturas, apoyadas por manifestaciones masivas en Madrid y Barcelona, prevalece un nacionalismo de la Edad Media. No hay diálogo alguno. Unos quieren la separación a fuerza; otros, la unidad a fuerza. Aquí las palabras no son un buen presagio.