Muy pocos analistas predijeron, hasta hace unos años, el ascenso de Donald Trump y el regreso a un proteccionismo agresivo. Y nadie supuso que al oponerse a la globalización de los mercados pusiera fin a los tratados comerciales y diera inicio a una guerra comercial sin precedentes en el siglo XXI. Pero esa es la realidad a la que se enfrenta el mundo.

La guerra comercial desatada con China ha llegado a alturas imprevisibles. Con el pretexto de proteger la industria de Estados Unidos, la Casa Blanca ha impuesto aranceles de un 25% a una gran variedad de productos chinos, castigando con ello a los propios consumidores norteamericanos. En Estados Unidos han crecido los precios de las computadoras, televisiones, celulares y automóviles. Según el Instituto Petersen de Economía Internacional de Washington, el 90% de los productos manufacturados en Estados Unidos van a sufrir incremento en sus precios, y la economía norteamericana saldrá mucho más perjudicada que la China, ya que el  ritmo del crecimiento económico tendrá descensos disparejos en todo el mundo. Se estima un descenso del 0,5% en el crecimiento económico de todos los países; pero mientras China está creciendo en un 6 o 7%, Estados Unidos lo está haciendo en un 2 o 3%.

Además, China ha demostrado que no es un país que acepta las guerras con los brazos cruzados. El presidente Xi Jing ping puede aparecer muy sonriente con Donald Trump en las fotografías, pero en la práctica le ha devuelto golpe por golpe. China ha puesto también aranceles del 25% a  más de 500 productos norteamericanos, en sectores como la industria automotriz, el petróleo, los equipos médicos y los productos agrícolas. En éstos últimos, para colmo de la política de la Casa Blanca, descansa el voto electoral a Donald Trump.

Así, más que proteger a la industria de Estados Unidos, el proteccionismo de Trump parece un seppuku, la vieja práctica donde los orientales se abrían el vientre mientras algún amigo les cortaba la cabeza.