En la época del Coronavirus, la guerra tiene un enemigo fundamental, poderosísimo, capaz de actuar en todos los frentes, con armas letales y escurridizo como pocos. El virus ha probado su capacidad de difusión y de matar a decenas de miles en muy poco tiempo.
Todas las naciones están alertas, con camas, médicos, enfermeras y hospitales preparados. Pero… ¿qué sucede cuando la enfermedad ataca a un buque de guerra enorme, que deambula por los puertos del sudeste asiático en el Océano Pacífico, sin las herramientas necesarias para hacerle frente a la epidemia?
A finales del mes de Marzo el capitán del barco, Brett E. Cozier, escribió una carta a sus superiores solicitándoles ayuda urgente porque más de una docena de sus marinos ya estaban infectados por el virus. Ni sus superiores ni el Secretario de Defensa respondieron a sus llamados, y en cuestión de días la carta se filtró a la prensa y apareció en el San Francisco Chronicle. A partir de ese momento, el tema del barco no fue el Coronavirus a bordo, sino la insubordinación del capitán, que se brincó los canales oficiales de comunicación y precipitó un escándalo que se llevó consigo a todo el ejército norteamericano.
Hay que considerar que el Theodore Roosevelt -así se llama el buque porta aviones- es una ciudad ambulante, con una capacidad para trasportar a 4,000 marineros y 90 aeronaves de ala corta y helicópteros. Es muy capaz para la guerra -ya lo demostró al combatir en la llamada Tormenta en el Desierto en 1991-, pero al mismo tiempo es una ratonera cuando parte de su tripulación es atacada por un enemigo inasible, como el Coronavirus.
Hasta la fecha, la historia no ha tenido un final feliz. Van 585 marineros a bordo infectados por el virus; hoy se presentó el primer muerto y, como era de suponerse, el Capitán Cozier fue cesado por desacatar el código militar.
La tripulación en su conjunto lo vitoreó a su salida del barco.