La corrupción casi nunca se ve. Por eso es más difícil combatirla. Es un fenómeno que se presenta en la oscuridad, en el hermetismo de las oficinas, en las cuentas bancarias que cambian cifras con rapidez, en los contratos entre los amigos, en las esquinas donde se reúne la policía.
Las cifras sobre la corrupción en México presentadas por María Amparo Casar son apabullantes.
- El costo de la corrupción en México es cinco veces mayor al que se registra a nivel mundial, ya que mientras el promedio de las pérdidas por estos actos en el mundo equivalen a 2% del PIB del planeta, en el país es de hasta del 10%, según datos la Organización de los Estados Americanos.
- La industria de la corrupción alcanzó los 2.1 billones de pesos en 2016.
- La piratería genera 75 mil millones de dólares, superando el monto de las exportaciones petroleras anuales.
- Las familias destinan 14% de sus ingresos a actividades de corrupción. Los más pobres, el 33%.
- La policía, los partidos políticos, los servidores públicos y el Poder Judicial, en quienes deberíamos tener la mayor confianza, son los más corruptos, en especial las autoridades relacionadas con la seguridad pública. Ello favorece la impunidad, la delincuencia y el crimen organizado, a la par que eleva la economía informal y genera temores que inhiben decisiones cruciales para el crecimiento económico, la reducción de la pobreza y el combate a la desigualdad social, lo que disminuye el índice de desarrollo humano.
- El 44% de las empresas en México reconoció haber pagado un soborno.
Sin embargo, hay una pirámide de corrupción que se encuentra en todas las esquinas, pero que no se ve. Es el pago semanal que todos los trabajadores ambulantes tienen que dar a las autoridades delegacionales y municipales a lo largo y a lo ancho de toda la República. Eso no se ha contabilizado. Tampoco se combate. Ni siquiera se discute. Se considera parte de los usos y costumbres en México. Pero es un monto enorme, gigantesco, que no va a parar al SAT, ni a la Tesorería de la Ciudad de México, sino a los bolsillos de los funcionarios menores, mayores y de primera línea. Es un impuesto informal, al igual que el carácter de los trabajadores. Nadie lo ve. Y a nadie le importa.
Pero hay un dato que debería importarnos: la economía informal proporciona trabajo al 60% de los trabajadores del país. Y esos impuestos informales se evaporan. Los demás, los impuestos formales, se los llevan los gobernadores.