El paso veloz de la tecnología es imparable. Pero no siempre es benéfico para las mayorías. Las grandes empresas prefieren mantener precios elevados para vender sus productos a un público de alto poder adquisitivo, con márgenes de ganancia muy redituables.
Pero todo producto en el mercado tiene sus excepciones. Los drones, esos pequeños artefactos voladores que han sido una herramienta de primera línea para los fotógrafos, acaban de convertirse en instrumentos a la mano para un público mucho más amplio.
Como se sabe, los drones tradicionales tienen cuatro hélices, se elevan a de 20 metros de altura rápidamente, alcanzan velocidades de 50 kilómetros por hora y captan imágenes sorprendentes. El trabajo de Santiago Arau, relatado aquí en páginas anteriores, constituye un cúmulo de verdaderas obras de arte. Entre ellas encontramos a la Avenida Reforma tomada desde las alas del Ángel de la Independencia, las diferencias sociales entre colonias vecinas de la Ciudad de México, la luna estallando sobre el pico de la Torre Latinoamericana con el fondo del Centro Histórico.
Ahora acaba de salir al mercado un dron que puede llamarse miniatura, porque sus alas se doblan y cabe entero en la palma de la mano. Tiene, como el resto de sus congéneres, una cámara de alta resolución en el fuselaje, una lente de gran angular que se extiende a 360 grados, es capaz de hacer giros como los pájaros, tiene un sensor para evitar obstáculos, puede seguir a su dueño mientras corre en la tierra y su vuelo dura hasta 12 minutos. Ninguna mascota presenta esas dotes.
Y lo más sorprendente: comprado en el buen fin en Estados Unidos (Black Friday) cuesta $59 dólares. Un poco más de mil pesos mexicanos.