Pese a los bombardeos llevados a cabo por Estados Unidos en el incandescente territorio de Siria e Irak para repeler a los ejércitos del Estado Islámico, el pueblo kurdo de Kobani, en la frontera de Turquía, cayó presa del grupo religioso.
Es una pésima noticia no solamente para los países occidentales y democráticos -el Estado Islámico los amenaza constantemente con las decapitaciones de sus ciudadanos subidas a Youtube-, sino también para los endebles gobiernos árabes que tratan de implantar la democracia en Medio Oriente y buscan la protección de sus aliados.
Recep Tayyip Erdogan, presidente de Turquía, ha declarado que los ataques del Estado Islámico han provocado el exilio de más de 200 mil ciudadanos kurdos, y por ello apela a la cooperación de la OTAN -de la que Turquía forma parte- y de las fuerzas de oposición de Siria. Mientras tanto Bashar Assad, el tirano que sigue siendo presidente de Siria, guarda silencio.
Como sabemos por la historia, las guerras religiosas son las peores. Peor de insensatas y sangrientas. Y desgraciadamente los movimientos que se iniciaron en esta década con la llamada Primavera Árabe, lejos de desembocar en regímenes democráticos y tolerantes, ha sido el pretexto para el resurgimiento del fundamentalismo retrógrado, los enfrentamientos sin sentido y las venganzas tribales.