Philiph Roth se murió hace unos días, a la edad de 85 años. Y no le dieron el Premio Nobel. Desde hace décadas, una legión de escritores, editores y lectores cruzaban apuestas para ver en qué año se lo darían. De que lo merecía, nadie dudaba. Eran pocos los escritores que quedaban con ese bisturí preciso para abril la carne de las sociedades y sacar a la luz la gangrena que las corroe. Él era uno de ellos.
Roth escribió ríos de lava, con una fuerza telúrica. Escribió sobre sexo, hizo una elegía -o una condena feroz, según se vea- de lo que es el machismo, desentrañó los conflictos familiares y maritales que él mismo padeció en su vida, pinchó con una ironía despiadada las nubes de romanticismo que envuelven a las parejas, bajó a los sótanos de las pasiones infantiles y abominables. Todo eso, escribiendo como un equilibrista, caminando sobre el hilo fronterizo que divide a la burla de la lástima. También escribió sobre temas tan diferentes como la pesadilla que es ser un judío norteamericano, la religión que se esconde bajo las faldas del marxismo y la hipocresía que se pasea en los pasillos universitarios.
En Patrimonio, una historia verdadera, hay párrafos que no se pueden leer. La mirada pasa sobre las palabras, pero la mente no se detiene en el relato, para protegerse del dolor que destila el escrito. Es una novela que, sola, merece un Premio Nobel. Y tal vez por eso, precisamente, no se lo dieron a Philip Roth. Porque lo que escribe son desgarraduras. No es un escritor condescendiente. Es como si le dieran el Nobel a Henry Miller por sus exploraciones sexuales, o a Charles Bukowsky por su poesía llena de alcohol.
Además, este año no habrá Premio Nobel de Literatura. Y no porque se encuentre desierto, sino porque la corrupción -esa hada madrina que toca con su varita mágica todas las esferas- se apoderó del jurado.