El episodio es parte de la tragedia nacional. El ejército tomó las instalaciones de la Policía Ministerial del Estado de Sinaloa, después de que el pasado 30 de septiembre un convoy militar fuese atacado ferozmente al llegar a Culiacán, cuando trasladaba a un presunto narcotraficante herido. Cinco soldados fueron asesinados y 10 resultaron heridos, en una de las emboscadas más divulgadas en medios y redes sociales contra soldados del Ejército mexicano.
Como respuesta, y después de la visita del presidente Peña Nieto a la entidad, cerca de medio centenar de elementos del Ejército Mexicano, a bordo de diez patrullas, tomaron las instalaciones de la Policía Ministerial de Sinaloa, en un operativo para revisar armas de fuego de los agentes y jefes de la corporación. El director de la policía local dijo que se trató de una revisión de rutina. Todos los agentes, incluso los que estaban de descanso, acudieron obligadamente a las oficinas centrales de la policía.
Desde luego que no se trata de una operación de rutina. El ejército está dolido, y el secretario de la Defensa Nacional ha mostrado su enojo. La policía no puede, no debe estar contra el ejército. Juntos tienen la obligación de proteger a la población contra el crimen organizado.
Es claro que una parte importante de la estrategia del narcotráfico para apoderarse de muchas zonas del país es corromper a la policía y al ejército. Y el eslabón más débil son las policías municipales. Con elementos sin capacitación, con bajos salarios y sin la divisa inquebrantable de dar seguridad a la población, los policías municipales no tienen reparos para servir a la causa del narcotráfico. Muchas veces la triste elección para ellos es recibir un poco más de dinero o la muerte. La muerte propia y la de los familiares.
Los altos mandos del ejército -los que no se han corrompido ni se corromperán-, están dispuestos a poner un hasta aquí a esa situación. Pero no podrán hacerlo sin el apoyo de la población. Y en ese sentido tendrán que dirigir también sus baterías.