La Ford Motor Company le dio una bofetada a Donald Trump. O más bien, se la regresó. En enero del presente año, el nuevo presidente de Estados Unidos obligó a la empresa a cancelar sus planes de inversión en México -una nueva planta en San Luis Potosí- y reunbicar sus recursos en Michigan, para dar más empleo a los trabajadores norteamericanos.
Y ahora Ford anuncia que vuelve a México, con un plan de creación de vehículos eléctricos en Cuautitlán, al norte de la Ciudad de México. ¿Qué fue lo que sucedió? La empresa se dio cuenta en unos cuantos meses que las propuestas de Trump no tienen sentido en un mundo globalizado. Volver a la era dorada de las fábricas automotrices de Detroit es imposible. Ahora a los clásicos principios empresariales de minimizar los costos y maximizar las ganancias se añaden otros, como ampliar los mercados, ganar la carrera tecnológica y competir en el mundo digital. No es extraño que en los últimos años el principal productor de automóviles sea China, un país comunista. Ahí, en las entrañas de un dragón dirigido por los herederos de Mao Tsé Tung, compiten de manera encarnizada las empresas hijas del imperialismo, la Volkswagen, Ford, Daimler Benz, General Motors. Y todas buscan llegar primero con los nuevos modelos eléctricos, para combatir el cambio climático.
Ford se dio cuenta a tiempo de su error, y en mayo cambió de director ejecutivo. Mark Fields, el hombre que acató con mansedumbre las ideas de Trump, fue sustituído por Jim Hackett, un empresario pragmático cuyo primer movimiento fue importar las unidades de Focus que se producen en China.
La buena noticia es los capitales regresan a México, y habrá más fuentes de trabajo. La mala noticia es que regresan por la carnada de los bajísimos salarios al sur de la frontera. En Estados Unidos, un obrero calificado gana 29 dólares por hora. En México el salario mínimo sigue siendo una vergüenza.