A juzgar por los títulos de los libros de Sergio González Rodríguez, su tema capital parece centrarse en la violencia. De sangre y de sol, Campo de guerra, Huesos en el desierto, El hombre sin cabeza. Los títulos nos hablan de un país con hambre de muerte, despiadado e inasible. Al autor se le reconoce de inmediato por haber realizado una excursión sin regreso a la frontera, armado de una curiosidad inagotable, pero desprotegido ante las acechanzas del entorno.
¿Qué busca un escritor entre las piedras y los matorrales del desierto, más allá de la sangre seca y los rastros de cuerpos mutilados? Es un lugar inhóspito. La crueldad y la venganza raspan el cuerpo. Allí no se pueden hacer crónicas domingueras sobre las brigadas entre los escombros del terremoto, o la insurgencia hollywoodense del Subcomandante Marcos. No. Allá lo que espera al escritor es una rebanada sin aderezar de la tortura, o un balazo en la frente.
«Yo no elijo mis temas -decía el cronista- los temas me eligen a mí.»
Pues sí, y en esa elección involuntaria, investigando a fondo el corrosivo tema de las Muertas de Juárez, a Sergio unos esbirros lo bajaron de un taxi en plena avenida y le pusieron una golpiza que lo dejó una cojera crónica y un coágulo de sangre en la cabeza. Para que aprendas, le dijeron.
Y Sergio aprendió. Jamás olvidó la lección. Después de aquello consagró su trabajo y sus textos a luchar contra la violencia que se ceba en las mujeres y los niños, el despliegue bárbaro de la misoginia, el rencor social que se ensaña con las víctimas más pobres, las alianzas entre el narcotráfico y el poder político y económico.
Lo más notable, sin duda, es que después de conocer el horror, el dolor y el miedo, el escritor no conoció el resentimiento. Y no se dio por vencido. Ante la violencia y la impunidad siempre opuso su creencia en la legalidad, la tolerancia, la generosidad y el encuentro.
Ha muerto una conjugación excepcional: un escritor talentoso y un hombre muy valiente.
Es muy difícil que su recuerdo muera.