Por regla general, siguiendo el precepto juarista de separación de la Iglesia y el Estado, los clérigos en México no se meten en las políticas del Estado. Y el Estado, por su parte, siempre respeta la libertad de cultos y no restringe lo que se dice en los sermones ni en los demás actos religiosos.
Por eso, cuando algún sacerdote incumple esa máxima y se mete a debatir sobre asuntos que corresponden al terreno civil y del Estado, las propias autoridades eclesiásticas se encargan de reconvenir a sus agremiados.
Eso fue lo que sucedió en días pasados, cuando el obispo de Ciudad Victoria, Tamaulipas (en la fotografía), afirmó que «usar cubrebocas y tener miedo al coronavirus significa no confiar el Dios.»
Después de esa declaración sorprendente, el Papa Francisco aceptó la renuncia del obispo.
Aunque el uso del cubrebocas no es una política obligatoria del Estado, ningún clérigo de la iglesia puede usar el poder que le da el púlpito para señalar que su uso va en contra de las creencias de los feligreses.
Es un asunto, además, de sentido común.