De todos los tiranos genocidas reconocidos y odiados a nivel internacional, Pol Pot ha sido el menos conocido. Su reinado de terror duró para la historia un parpadeo -de 1975 a 1979-, y el mundo estaba distraído con otros acontecimientos de la Guerra Fría. En particular, con el fin de la Guerra de Vietnam, un episodio sangriento de más de 17 años, donde por vez primera Estados Unidos salió derrotado por un pequeño pueblo de campesinos.
Después de Vietnam, en Camboya, el país vecino, Pol Pot llevó a cabo una carnicería nacional difícil de relatar. Pero el relato se hizo a base de los testimonios de los sobrevivientes. El cuadro relatado es el siguiente: como en el fondo se trataba de una revolución rural, el gobierno llevó a cabo una evacuación fulminante de los centros urbanos hacia los campos, lo cual produjo una enorme cantidad de enfermedades y hacinamientos. La política de colectivización implicó, entre otras cosas, la obligación de todos los ciudadanos de vivir en granjas convertidas en campos de concentración y el fin de los convencionalismos capitalistas, como el dinero. El valor de las monedas desapareció por completo.
Para todos los opositores a tales medidas, el gobierno utilizó la tortura sistemática, las ejecuciones masivas y programas específicos para la desaparición de grupos religiosos y minorías étnicas. El resultado de todo esto se traduce en que la cuarta parte de la población fue sacrificada en muy poco tiempo. Según cálculos oficiales, de una población de 7.3 millones de habitantes que había en Camboya en 1975, quedaron menos de 6 millones en 1979.
El gobierno se llamaba el Khmer Rouge en francés, o los Jemeres Rojos en español. Fue sinónimo de atrocidad.
¿Queda algo de todo eso? Sí. El pasado 16 de noviembre la Suprema Corte de Camboya condenó a cadena perpetua a los dos líderes que quedan de aquel gobierno infame. Uno de ellos, Khieu Samphan -ahora tiene 87 años-, era un maestro rural incorruptible y admirado por su fluidez para hablar varios idiomas, y fue considerado el Canciller del gobierno comunista de Phnom Penh, la capital de Camboya. El otro, un anciano terco y atrabiliario de 93 años, fue uno de los más férreos seguidores de Pol Pot, y nunca -ni al escuchar su condena- perdió su soberbia.
Para ellos, les sigue esperando la celda que ya comparten en vecindad por los meses que les quedan de vida.
Para Camboya, el día de la sentencia fue de júbilo por enterrar una etapa negra de su historia.