Si el Partido Demócrata quiere recuperar la Casa Blanca, primero tiene que poner orden en la propia. Es decir, en ese rincón del hogar que representa el estado de Virginia. Ahí, donde los demócratas parecen aristócratas señoriales de finales del siglo XIX, el gobierno se tambalea por las travesuras y atropellos de los mandatarios.
Para empezar, el gobernador Ralph Northam y el procurador de justicia Mark R. Herring han admitido que jugaban durante su juventud mofándose de los negros con máscaras proporcionadas por el Ku Klux Klan, un juego que no resulta nada divertido en la actualidad. Ambos funcionarios son blancos, por supuesto, y ahora abjuran de todo comportamiento que huela a racismo y exclusión de los negros de cualquier esfera de la vida económica, política y social. Y para demostrarlo siempre posan con Justin E. Fairfax, el vicegobernador negro que tiene un porte de eficacia y rectitud, y que representaba un sostén para la política incluyente de los demócratas en el estado.
Y eso representaba, en efecto, porque desde que apareció en la escena política la maestra universitaria Meredith Watson todo se desmoronó. Ella salió a decir que fue abusada sexualmente por el actual vicegobernador en la convención de los Demócratas en Boston en 2004, y que está dispuesta a un careo. Y luego la cosa se puso peor. Otra dama, llamada Vanessa C. Tyson, declaró que el mismo Justin E. Fairfax la había violado en una fiesta estudiantil universitaria en el año 2000, y que acudiría ante cualquier tribunal para probarlo.
En ese contexto, varios miembros del Partido Demócrata saltaron a la palestra para exigir la renuncia de uno, de dos o de los tres funcionarios.
Pero tapar el escándalo con las renuncias no es tan fácil. Si renuncia Fairfax, el gesto sería un triunfo para las mujeres violadas, pero también sería una victoria para los blancos que señalan constantemente que los negros son violadores, aunque lleguen a altos cargos. Y si renuncian el gobernador y el procurador de justicia, eso sería un triunfo para los enemigos republicanos, que los señalaron como hipócritas y mentirosos.
Y si nadie renuncia, el hierro candente del racismo y los abusos sexuales estallaría en la piel de los demócratas.
En esas condiciones, el que se frota las manos a mitad del escándalo es Donald Trump.