En septiembre de 1939, cuando Hitler invadió Polonia, pocos pensaban que se había desatado una guerra que le costaría a Europa más de 40 millones de muertos. Nadie pensaba que los ejércitos nazis invadieran en oleadas sucesivas Dinamarca, Noruega, Bélgica, Holanda, Francia, Yugoslavia y Grecia. Muchos pensaban que Hitler era un loco que jamás llevaría a cabo sus amenazas y delirios. Y sin embargo sucedió.
El ascenso de Hitler al poder no fue de la noche a la mañana. Su capacidad de oratoria y sus ideas radicales le permitieron fundar el Partido Nazi en 1920, y la presidencia del partido le confirió poderes crecientes en Alemania. En 1930, el partido ya tenía 130 miembros, y su ideología iba ganando terreno entre los jóvenes inconformes y los desempleados por la crisis del año anterior. En unos cuantos años, el Partido Nazi se convirtió en el segundo partido de Alemania, y su poderío no se detuvo ante los titubeos de los partidos demócratas, comunistas, católicos y socialdemócratas. Todos fueron incapaces de unirse en su contra.
En Francia e Inglaterra se veía el ascenso de Hitler con cierto temor, pero mucho escepticismo. Todo mundo pensaba que, a pesar de sus balandronadas y disparates, el mundo podía seguir su rumbo hacia el progreso y el avance de la civilización.
Hoy en día, el mundo no puede creer en el ascenso de Donald Trump. Pocos le dan crédito ante la preparación y la experiencia de Hillary Clinton. Pero hay un electorado en Estados Unidos que es semejante a la base de apoyo de Adolfo Hitler en 1939: iletrado, resentido, golpeado por la crisis, ávido de un líder capaz de poner a su nación por encima del mundo entero.
Decía Carlos Marx que la historia se repite. Una vez como tragedia y otra como farsa. Esperemos que las elecciones de noviembre no terminen en tragedia.