Siria es el país, por mucho, que más daños ha sufrido desde la llamada Primavera Árabe. La dictadura de Bashar al-Assad, que se ha mantenido a pesar de los embates armados de la oposición y el repudio internacional por el uso de armas químicas, lleva un récord de 250 mil muertos en los últimos cinco años.
Después de muchos intentos de llegar a un arreglo pacífico en aras de suspender la matanza, parece que un asomo de cese al fuego puede vislumbrarse a corto plazo. Como es sabido, la vieja costumbre de que las grandes potencias apoyen a bandos distintos se ha manifestado en Siria con resultados nefastos. Mientras Rusia ha brindado su apoyo al dictador al-Assad, Estados Unidos ha alentado a los grupos opositores, fundamentalmente a los kurdos en su lucha por la sobrevivencia. Mención aparte es el Estado Islámico, que atenta al mismo tiempo contra Siria, Rusia y Estados Unidos.
En días pasados John Kerry, Secretario de Estado de la Unión Americana, visitó Siria para preparar un alto al fuego. El dictador al-Assad aceptó con reservas las condiciones. Los presidentes de Rusia y Estados Unidos hablaron por teléfono para asegurar los acuerdos. El cese al fuego está planeado para la noche del 27 de febrero, y aunque no incluye al Estado Islámico, puede ser el principio del fin de una carnicería que no conviene a nadie.
Con una enorme fuerza de voluntad, las armas pueden callar en Siria. Los millones de refugiados podrán volver a sus hogares. La paloma de la paz, aunque herida y maltrecha por un lustro de guerra sin cuartel, puede levantar el vuelo.