El 2 de octubre de 1968, una matanza ordenada desde Los Pinos para acabar con el movimiento estudiantil, no solo no se olvida -así dice una consigna que prevalece en la actualidad-, sino que además creó las condiciones para el cambio de gobierno que hoy, a medio siglo de distancia, vive el país.
El movimiento del 68 tenía demandas muy específicas y limitadas: el despido del jefe de la policía, la libertad de los presos políticos, la derogación de un par de artículos del Código Penal -que castigaban discrecionalmente la disolución social-, la indemnización a las víctimas, el castigo a los responsables de la violencia contra los estudiantes, la desaparición del cuerpo de granaderos, un diálogo público. No era, ni siquiera, un movimiento que buscaba ampliar los cauces democráticos incluyendo a otros partidos.
Para un régimen democrático, el movimiento del 68 resultaría inofensivo. Pero para un sistema hermético y paranoico, presidido por un sicópata que veía fuerzas extranjeras en cualquier indicio de rebeldía, el movimiento era la punta de lanza de un complot internacional donde se agitaba una bomba para destruir su gobierno. En el complot estaba el Partido Comunista Mexicano, Cuba, China, la Unión Soviética, Heberto Castillo, los presos Valentín Campa y Demetrio Vallejo, algunos periodistas que defendían el movimiento y todos los líderes del Consejo Nacional de Huelga.
El resultado de eso no se olvida. Las llamadas fuerzas del orden, oficiales y clandestinas, cruzaron fuego en un lance de confusión, torpeza y vileza, y asesinaron a decenas -y tal vez centenas- de estudiantes desarmados. El ejército disparó contra el Batallón Olimpia, y en la refriega también murieron soldados.
Después llegaron las Olimpiadas, y el gobierno trató de enterrar el recuerdo de la masacre. Pero la ofensa se mantuvo viva. Y el país, muy lentamente, empezó a cambiar. Se creó un instituto electoral autónomo, y a la vuelta del siglo el PRI tuvo que salir del poder. Se creó un instituto de la transparencia, y la información oficial empezó a hacerse pública. Surgieron organizaciones sociales que quieren participar en las políticas públicas, y en las recientes elecciones ganó la izquierda, ese sector que fue marginado del Estado durante décadas. La votación y su victoria fueron apabullantes.
Y el triunfo de la izquierda, como para ponerle al presidente Díaz Ordaz un tapabocas en la oscuridad de su tumba, se dio sin violencia.