La cuarta temporada de House of Cards, la exitosa serie de Netflix, llega en la año electoral para elegir al nuevo huésped de la Casa Blanca. No es ninguna coincidencia.
En la realidad, la carrera por las nominaciones de los partidos Demócrata y Republicano ha estado cuajada de temas fundamentales, encuentros y desencuentros, insultos y descalificaciones, aparición de punteros sorpresivos, mercadotecnia, bromas de mal gusto, simplezas repetidas hasta el hartazgo, espectáculos de vodevil.
En la ficción de la serie, las contiendas por las candidaturas han sido densas, salpicadas de traiciones, acorralamientos, chantajes, venganzas, amenazas, atentados, crímenes, mucho sexo, connatos de divorcios y hasta insinuaciones de amor.
Has pistas que corren en paralelo entre la realidad y la ficción. En ambas están en juego no solamente el futuro de la nación más poderosa del mundo, sino también el destino de las relaciones internacionales y el crecimiento de las nuevas potencias. En ambas, también, hay una pareja presidencial compuesta por dos acorazados políticos -los Clinton en la realidad y los Underwood en la ficción-, y siempre existe la posibilidad de que por primera vez en la historia una mujer tome las riendas de la Casa Blanca. En ambas existe un político maquiavélico y rijoso -Frank Underwood en la ficción y Donald Trump en la realidad-, que siempre camina al filo de la navaja y le agrega condimentos explosivos al desarrollo de la trama.
Aunque la realidad siempre es más atractiva porque lo que está en juego afecta a millones, la ficción es una distracción que a veces nos ayuda a ver matices ocultos de la realidad, o a develar lo que los protagonistas pretenden mantener siempre oculto. Por eso en un momento determinado el presidente Barack Obama dijo que House of Cards era su serie favorita. Por eso, también, Frank Underwood aparece llevando agua a su molino después de los debates republicanos. Tal vez a finales de este año sepamos cuáles fueron los desenlaces.