Para todos los emigrantes de mundo, salir de su país de origen no siempre es un evento feliz. Atrás se dejan familiares, vecinos, amigos, lugares conocidos y un pasado que no puede desprenderse del presente. Eso está sucediendo en Nicaragua, una nación que ha vivido desde el siglo pasado convulsionada por la violencia.

En las calles y las carreteras de Nicaragua se observan grupos de enfermeras, médicos, estudiantes, niños, campesinos y muchos otros habitantes del país que se despiden con lágrimas en los ojos mientras esperan autobuses para cumplir la primera etapa de un viaje de casi 3000 kilómetros. Su destino final es llegar a los Estados Unidos.

Durante varias generaciones Nicaragua -el segundo país más pobre del hemisferio occidental después de Haití-, solo vio emigrar a cuentagotas a sus habitantes hacia el norte. Pero ahora la inflación galopante, los salarios cada vez más bajos y la erosión de la democracia en un gobierno cada vez más autoritario han cambiado drásticamente el panorama.

Más de 180.000 nicaragüenses cruzaron hacia Estados Unidos este año hasta finales de noviembre, lo cual representa 60 veces más personas que las que entraron durante el mismo periodo dos años antes, según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos.