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Ruidos ajenos

Un cuento de Luis Andrés Giménez Cacho.
Comencé a ver esa sonrisa, afable al principio, como un falso disfraz que empezaba a mostrar las costuras tras algunas horas, o eso sospechaba. No debe haber sido fácil fingir estar así de contento durante tanto tiempo mientras desgranaba elotes. Pensaba que se habría cansado al primero, que no soportaría la dureza del elote semicocido, al cual debía quitar los granos uno por uno; sabía que no me gustaba desperdiciar nada con los cortes imprecisos del cuchillo. Sin embargo, 57 elotes después él seguía entero, hasta optimista. Fue entonces cuando supuse ver un breve destello, un resplandor instantáneo en su ojo izquierdo, con el cual me mostraba de nuevo al digno amargado cuya reputación era reconocida.
—¿No estás harto ya mi vida?
—Para nada, hasta me estoy divirtiendo.
Quitaba los granos con tal diligencia que por un segundo le creí. En ese momento escuché el sonido. Parecía como un leve rechinido rítmico y pensé que posiblemente no había engrasado la puerta de la entrada. Caminé hacia ésta pero, para mi desconcierto, la encontré firmemente cerrada. El ruido persistía. Aquella vibración no provenía de la puerta y más bien se escurría por la ventana entreabierta del balcón. Me apresuré hacia allí pero, tal como la puerta, estaba bien cerrada y apenas se alcanzaba a oír el sonido de los autos de la calle. El viento no se colaba ni por la puerta ni por la ventana, entonces, ¿de dónde provenía ese ruido?
Cerré los ojos; me concentré, debía hallar el origen de ese sonido. Me imaginé cada uno de los cuartos de mi departamento. Todos los espacios por donde pudiera estarse metiendo el viento. El baño. El ruido provenía de la ventana del baño.
Corrí y abrí la puerta bruscamente. No parecía haber ningún sonido en ese cuarto. Me trepé a la taza del excusado para observar más de cerca la ventana y comprobar que no estaba perdiendo la cabeza. Al analizar con cuidado todo el borde, llegué a la conclusión de que la ventana no había sido abierta en, por lo menos, una semana y se podía apreciar la lama de un color negruzco aglutinada en el silicón de las orillas del vidrio.
Mi rostro evidenciaba la decepción que sentía en cuanto entré a la cocina.
—¿Por qué tienes esa cara? —dijo mientras desgranaba la última mazorca.
—No importa.
—Cómo no va a importar. Hace rato estabas tan alegre.
—De verdad no quiero hablar de eso.
—Bueno. Mira, acabé con los elotes. Ya está todo en esta cazuela con agua. Hasta le puse el epazote. Ya sólo es cuestión de dejarlo hervir un rato, porque los elotes no se habían cocido del todo. Separé los granos uno por uno, vas a ver qué ricos esquites.
—¿Comemos?
—Podemos pedir lo que quieras, puede ser sushi, italiano o…
—Quiero ir a los tacos.
—Está bien; a los tacos entonces.
Respondía tan dócilmente. Me costó trabajo creerle, pero de cualquier manera ya no quería estar allí, así que salimos del departamento.
Mientras bajábamos la escalera volví a escuchar ese ruido. Era como un molesto zumbido que subía y bajaba. Por momentos parecía acercarse y se interrumpía cuando él me besaba la mejilla. Preferí ignorarlo y salir del edificio.
Ya en la calle, el zumbido regresó. Ahora con más intensidad. Cambiaba de frecuencia continua y aceleradamente.
—¿No notas ese ruido?
—¿Cuál ruido? —el sonido se había detenido.
—Nada, ya oigo cosas.
Seguimos caminando y entonces volvió.
—No puede ser. ¿Lo oyes?
Pero antes de oír su respuesta el ruido ya se había extinguido. Él se quedó pasmado unos segundos pero yo retomé el camino y no tuvo de otra más que seguirme.
Luego de unos pasos, la vibración volvió. Ahora no la espantaría con mi imprudencia y averiguaría su origen. Avancé despacio. Cuando me acercaba a él, el sonido aumentaba en intensidad. Probé alejándome un par de pasos y el volumen disminuyó. No había duda, el origen del sonido estaba en él.
—Eres tú. —le dije con decisión.
—¿Qué?
—El origen del ruido. Tú lo estás haciendo.
—¿Cuál ruido? ¿De qué hablas?
—El zumbido que oía en el departamento. Tú lo provocabas. Eras tú, eras tú y no me lo dijiste. ¿Por qué no me dijiste?
—¿Te refieres a esto? —y volvió a escucharse el ruido. —Estaba chiflando.
—¿Tú? ¿Qué eso no lo hace sólo la gente feliz?
—Ya se te botó. Claro que estoy feliz.
—Sí, cómo no. Siempre estás en contra de todo lo que hago, te fastidia ayudarme, ¿y ahora resulta que eres feliz desgranando elotes?
—No te entiendo, lo hago porque a mí me gusta sentir los granos completos en los esquites. Y quiero ayudarte a que prepares los mejores esquites
—Estás loco. ¿Sabes qué? Ya no quiero ir a los tacos.
—Sushi entonces.
—No, ya se me quitó el hambre. Voy por un café.
—Bueno…
—No, quiero estar a solas. Tú vete por ahí. Mentiroso.

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