Hablar contra la corrupción es muy fácil, pero combatirla no lo es tanto. La corrupción aparece sobre todo en las transacciones que implican dinero público, en el pago de servicios o en los favores que se piden a los funcionarios para que procedan en beneficio del cliente brincando los preceptos de la ley.
Se ha dicho que la corrupción es parte de la cultura del mexicano, un término que molesta mucho al presidente López Obrador. Pero hay un mar de fondo en ese dicho. Durante décadas, y particularmente en las que siguieron a la segunda mitad del siglo pasado, la administración pública se concibió como un botín, un sistema de hacer fortunas a medida que se multiplicaban los contratos para las obras públicas. Una frase muy en boga para conseguir trabajo y sellar la amistad entre los altos funcionarios y sus viejos conocidos era la de “no me des un alto puesto; solo colócame donde haya dinero”.
Ahora el gobierno sostiene que la corrupción ha sido el principal problema de México, y que ese sistema se ha terminado. Pero para lograrlo habría que tener un sistema de vigilancia muy estricto en todas las contrataciones del gobierno y elaborar un nuevo sistema educativo para todos los funcionarios. Un sistema donde la corrupción no solo sea considerada como un delito grave, sino que se castigara con penas muy severas. Cadena perpetua, por ejemplo.