Siria, la víctima mayor del sueño incumplido de la primavera árabe, se desangra. Después de cuatro años de guerra civil, el país ha expulsado a más de 4.5 millones de habitantes que no saben donde ir. Hacia Europa emigró un millón de infelices, y muchos de ellos hallaron la muerte en el Mediterráneo. Los que llegaron se encontraron con el rechazo de italianos, austríacos, ingleses y alemanes. Otros se quedaron en países vecinos, sin saber qué hacer. En Líbano se encuentran 1.2 millones de sirios; en Turquía hay 2.5 millones y en Jordania otros 635.000. Pero ahí no se pueden quedar.
Pero Canadá, un país que no tiene nada que ver con Siria, les ha abierto las puertas a los refugiados. “Bienvenidos. Ya estáis a salvo en casa”, fueron las calurosas palabras del primer ministro Justin Trudeau a los primeros 163 refugiados de los 25.000 que arribaron en diciembre del año pasado. El país gastó 678 millones de euros para recibir a la primera oleada de refugiados.
La Agencia para los Refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR) está a cargo del proceso de selección de los candidatos para viajar a Canadá desde Líbano y Jordania. En Turquía, es el Gobierno el que selecciona directamente entre los millones de refugiados. Hasta este mes de octubre, Canadá ha recibido a 33 mil refugiados sirios. Y se espera que lleguen más.
Pero estas cifras son la punta del iceberg. Canadá recibirá a más de 300 mil refugiados este año, provenientes principalmente de Siria, pero también del Congo, Colombia y Eritrea. Su política está basada en los derechos humanos, la reunificación de las familias separadas por la guerra y la aceptación e integración de las demás culturas y religiones.
Mientras los países europeos le niegan la entrada a los refugiados, Canadá les abre los brazos.
Es un ejemplo para el mundo.
Pero nadie lo sigue.