Ahora que el presidente Peña Nieto salió al paso de la crisis más grande que ha vivido el país desde la revolución de 1910, vale la pena tomar un respiro para ver en perspectiva la cuerda floja por la que caminamos.
La propuesta del presidente da en el blanco porque señala los puntos más débiles de nuestras estructuras políticas, sociales y jurídicas, y es por lo menos un avance discursivo que señala el camino para salir de nuestro laberinto. Es cierto que en el fondo del pantano se encuentra el atraso, la pobreza y la desigualdad social del país, y es momento de tratar de remolcar a tierra firme a los estados más atrasados de la República como Chiapas, Oaxaca y Guerrero. También es cierto que México no es un país de leyes, y que tenemos que construir casi de cero una cultura compartida de respeto a la ley. El hecho de crear una serie de policías estatales unificadas es un primer paso. Otro paso es la creación de una ley para que las autoridades municipales no caigan en manos de la delincuencia.
Lo malo de todo esto es que, a estas alturas, ya nadie le cree al presidente. Y digo lo malo, porque solamente las pirañas que comen en río revuelto están ansiosas de ver en esta desgracia nacional una tajada de carne para sus ambiciones políticas, y porque a nadie conviene el desplome generalizado de las instituciones y el despeñadero hacia una violencia mayor a la que tenemos.
La gente no le cree al presidente no solamente porque sus enemigos han sabido con muy buen cálculo y puntería hacia donde golpear con fuerza, y porque el propio presidente no ha sabido frenar sus impulsos y deseos de ostentar una riqueza que resulta ofensiva en un mar de pobreza. En ese escenario, los proyectos de nuevas inversiones en energía, el nuevo aeropuerto o el tren a Querétaro se perciben como proyectos faraónicos que van a beneficiar a unos cuantos. Todos sabemos por las imágenes que vemos a diario que el sistema económico que tenemos en México es un engranaje feroz que arroja constantemente a millones de mexicanos al ambulantaje, la miseria y la criminalidad, pero no encontramos un mecanismo capaz de detener esa maquinaria.
Por eso el discurso del presidente fue visto como un prontuario de buenos deseos, pero nada más. Y eso es un riesgo mayor. Ya nadie cree en los discursos. Ya nadie cree en las palabras. Por eso, la tarea mayor de todos los mexicanos, en estos momentos, es recuperar la confianza.