Los que regresan son estigmatizados. No son recibidos como héroes de guerra, precisamente. Son las personas que cayeron en manos del coronavirus y se salvaron de perder la vida. Muchos de ellos dan la noticia a sus familiares y amigos con la sonrisa en el rostro, y son acogidos con la misma simpatía. Pero muchos otros no son bien vistos. Por ignorancia, por miedo a lo desconocido o por simple precaución, la mayoría de la gente que trata con ellos prefiere guardar algo más que una sana distancia. Por eso no son invitados a sus casas, los niños no juegan con ellos, los adultos los compadecen y celebran su regreso a la normalidad, pero de ser posible evitando la cercanía.
En Estados Unidos, el país que más ha padecido el número de casos y muertes por la pandemia, los sobrevivientes son tratados como apestados. Al salir a la calle y ser reconocidos, los vecinos se cambian para caminar en la acera de enfrente. En las tiendas de abarrotes se les atiende con guantes. En las lavanderías se les hace el vacío. No importa que los especialistas y epidemiólogos afirmen una y otra vez que los que padecieron de la infección ya no son transmisores del virus. Al contrario, pueden convertirse en personas inmunes. Pero el temor a ellos es mayor, y la actitud hacia ellos no dista mucho de la que existía en las viejas pestes de la Edad Media.
(En la fotografía de The New York Times aparecen Elizabeth Martucci y su hijo Marcus, de New Jersey, sobrevivientes del coronavirus).