Los resultados de las elecciones presidenciales del 8 de noviembre en Estados Unidos han confirmado una tendencia que comienza a hacer estragos en el mundo. El miedo al “otro”, no importa quién sea: negro, homosexual, mujer, indígena, extranjero, musulmán, migrante (¡cómo duele la migración!)…, el distinto: ese es el enemigo.
No importa que Trump no tenga respuestas y proyectos claros. No importa que no tenga la mínima experiencia para ocupar el cargo, no importa que se diga ajeno al sistema cuando es un producto del mismo, no importa que sea impulsivo, explosivo, irracional, poco ético o inmoral. Lo que importa es que los ha entendido. No sólo ha compartido sus ideas y emociones más ocultas: las ha expresado. Le ha dado voz al hartazgo de gran parte de los estadounidenses y ha portado con orgullo las pulsiones incómodas y violentas del pueblo americano.
En la cuna del liberalismo económico y político ha quedado al descubierto un fenómeno social alarmante. Y es que el Trumpismo es sin duda un síntoma de la enfermedad de nuestro tiempo: la inequidad rampante, la pobreza extrema, la exclusión de los beneficios que se prometieron a principios de la década de los noventa en Washington D.C., y que no han llegado. No es sólo el hombre blanco, de clase media y de poca educación la que ha votado a Trump. Con eso no le alcanzaba. Es, ahora lo sabemos, la mitad de los votantes de la primer potencia del mundo.
A lo largo de la noche del 8 de noviembre, el mapa estadounidense se pintó de rojo ante la mirada atónita del mundo. Sin embargo, a lo largo del 2016 ya habíamos atestiguado otros lados de la misma moneda. No es sólo Estados Unidos, lo es también Gran Bretaña, Colombia, Austria, Francia. Tal vez México. Los extremismos y los discursos de odio, alimentados por la creciente cultura del miedo tienen más adeptos de los que nos querríamos imaginar.
No sorprende que uno de los “asesores” de Donald Trump durante su campaña fuera Nigel Farange, líder del partido ultraderechista UPK y principal promotor del Brexit. Gracias a la campaña centrada en la xenofobia y la inmigración de Farange, el referéndum realizado el 23 de junio de 2016 dio como resultado el “leave” –la salida- de Gran Bretaña de la Unión Europea. En ese caso, también el discurso contra los extranjeros hizo eco en millones de británicos que se sienten desplazados y que ha visto, a lo largo de los años, crecer sus miedos ante el “otro”, particularmente si es musulmán. Y es que el “otro” es también un terrorista en ciernes, una potencial amenaza, un mal que debe ser sacado de raíz. De igual manera, Farange se asumió como un forastero al sistema, definiéndose como un ciudadano en contra de las corporaciones bancarias y de la política tradicional.
En Austria, en mayo de 2016, Norbert Hofer, abiertamente homofóbico, populista y xenófobo, ganó la primera vuelta de las elecciones presidenciales con el 35% de los votos. En la segunda vuelta perdió sólo por poco más de 30,000 votos. Aunque la Corte Constitucional mandató la realización de nuevas elecciones el 4 de diciembre por irregularidades en la votación, resulta claro que el discurso ultraconservador, agresivo y de odio va ganando mayorías en el corazón de Europa.
Del otro lado del mundo, en Colombia, el 2 de octubre de este año, el referéndum que votó el “no” al proceso de paz con las FARC, encabezado por el ex presidente Álvaro Uribe, también tuvo como una de sus estrategias más eficaces apelar a los miedos más profundos de esa nación. El discurso del ex presidente se centró en la amenaza que el “perdón” a los guerrilleros significaba para los colombianos; en los vacíos que dejaba en la lucha contra el narcotráfico y en la intervención de Venezuela al trasladar el terrorismo a tierra colombiana. Uribe dijo: “el terrorismo ha logrado que le aprueben toda su agenda… el presidente Santos negoció con el terrorismo la suplantación de la Constitución, que no es la paz sino todo lo contrario”. No es casual que una vez que se alzó como ganador Trump, Uribe le escribiera: “Felicidades Sr. Trump. El narcoterrorismo de la guerrilla y la tiranía de Venezuela son los grandes enemigos de nuestra democracia”.
En todos estos casos, por no hablar de la Francia de la ultraderechista Marine Le Pen que se perfila como una candidata competitiva en las próximas elecciones presidenciales, criminalizar al extranjero, apelar al nacionalismo extremo y mal entendido comienza a ser una estrategia eficaz para aprovecharse del malestar de los perdedores de la globalización y llegar a puestos clave en la toma de decisiones.
¿Cómo han logrado tantos adeptos posiciones que hace unas décadas sólo llevaban al aislamiento político? La cultura del miedo –prima hermana de la cultura del odio- ha encontrado un fértil caldo de cultivo en las fallas del sistema económico y político que hemos construido. Un sistema que ha dejado masas de personas fuera y que no le ha importado ver atrás ni detenerse a hacer un corte de caja. Esas masas resentidas, desencantadas y enojadas –muchas veces con razón- son capaces de aferrarse a cualquier proyecto que les prometa un cambio de vida. O tal vez, aunque sea, un poco de revancha contra ese otro que, según ellos, se los ha quitado todo.
Sin duda, tiempos difíciles.
Farah Munayer