Si un espectador atiende los argumentos. las ideas subyacentes y el marco referencial de los debates, los encuentros pueden ser clases teóricas sobre una gama muy amplia de temas. Como si fueran lecciones de historia. Muchas veces lo son. Pero si uno se fija más en el lenguaje corporal, el acompañamiento de los brazos para enfatizar las reflexiones, la dirección de la mirada, los rictus y sonrisas de los contendientes y los pequeños gestos involuntarios, el cuadro general cambia. La soltura frente al público, la simpatía de los participantes y sus personalidades pueden jugar a favor o en contra de sus planteamientos.
Eso fue lo que sucedió anoche en el debate entre los candidatos a la vicepresidencia de Estados Unidos, el republicano Mike Pence y la demócrata Kamala Harris.
La demócrata supo utilizar sus credenciales más visibles: en varias ocasiones enfatizó que era mujer, que era negra, y que era la primera mujer negra que aspiraba a la vicepresidencia del la nación más poderosa del orbe. Subrayó que había sido fiscal y senadora, y que sus conocimientos en terrenos de la justicia la ponían por encima de muchos hombres y muchos blancos. Para ella, el rival en el debate era Donald Trump, no Mike Pence. Su discurso fue una diatriba contra el actual presidente.
Para el actual vicepresidente, en cambio, su deber parecía ser únicamente la defensa de su jefe y sus políticas. Hablaba con un estilo acartonado, como si estuviera leyendo tarjetas de presentación, y su falta de entusiasmo se reflejaba en el alargamiento de sus respuestas y su incapacidad para comunicar las ideas principales.
Fue un debate sin sorpresas, con un resultado anticipado. Los demócratas siguen punteando la contienda.