En la próxima reunión -insólita- entre los presidentes de México y Estados Unidos, a simple vista parece que ambos perderán desde prestigio hasta posiciones políticas. Para López Obrador, Trump representa lo que más detesta: un empresario arribista en la política, dueño de una fortuna que le permite desdeñar el sueldo presidencial, un supremacista blanco que no oculta su desprecio por otras razas. Y en el extremo opuesto del cuadrilátero, López Obrador representa para Donald Trump una especie de curiosidad antropológica: un indio que salió de un pueblo perdido en la geografía para ganar el voto de los ciudadanos a base de marchas y plantones, cuyo discurso a favor de los pobres es un anacronismo en un mundo dominado por la tecnología y el dinero.
Nunca la vecindad de los países fue tan cruel con sus gobernantes. Obligados a sonreírse, intercambiar frases incómodas, darse la mano y poner cara de buenos amigos frente a las cámaras, los dos ocultarán sus más íntimas antipatías. Así es la política.
Pero en el fondo, ambos cosecharán ganancias. El presidente de Mëxico pondrá al frente los beneficios que su país logrará con el Tratado de Libre Comercio, motivo oficial de su visita a Washington. Habrá más inversiones, avances tecnológicos y fuentes de empleo. Y Trump, por su parte, tratará de borrar con el encuentro la mala imagen -ganada a pulso- en la que piensa que todos los mexicanos son corruptos, violadores y delincuentes. Finalmente, millones de mexicanos que viven en Estados Unidos votarán en las elecciones presidenciales de noviembre próximo.
Tal vez al despedirse, pensando cada uno en haber alcanzado sus propios objetivos, ambos esbocen una genuina sonrisa. Así es la política.