Si hay en el mundo algo más obsoleto y más respetado por sujetos tan diversos como la prensa, los eternos comentaristas sociales, las charlas rebosantes de chismes y los pueblos hambrientos de jefes y caudillos, ese algo es la monarquía. Los reyes y las reinas son una entelequia que ha viajado relativamente indemne a través de los siglos, y que sigue llenando las páginas de los diarios y las conversaciones de los ociosos y los políticos, que muchas veces son la misma cosa.
En Europa, donde la Revolución Francesa puso el cuello de los monarcas en el hueco de la guillotina, las monarquías que salieron ilesas del trance fueron en primer lugar la británica, pero también la sueca, danesa, finlandesa, holandesa y española. Todas ellas quedaron como figuras decorativas de la unidad nacional, familias bien cohesionadas en medio de las tormentas de divorcios y amoríos secretos.
Otras monarquías gobiernan en serio. Son las de los países árabes. Las de Arabia Saudita, Kuwait, Qatar, Emiratos Árabes Unidos, Suazilandia, Brunéi, Omán, Bahréin, Jordania y Marruecos. En todos esos países, lo que diga el rey es la ley.
En el Reino Unido, la monarquía se ha inclinado por la fuerza de los hechos hacia el lado de las mujeres. Las reinas han dominado el espacio real en las últimas centurias. Dos mujeres, en épocas muy distintas y con poderes diferentes, han reinado en el viejo imperio y la nueva democracia: la Reina Victoria e Isabel II. Entre las dos, han reinado en Inglaterra 130 años de los últimos 200. Los reyes no les han hecho sombra.
En la actualidad, las figuras femeninas de la monarquía inglesa opacan a los hombres. La actual reina Isabel, la controversial Lady Diana y la belleza matriarcal de Kate Middleton -la duquesa de Cambridge-, son y fueron las protagonistas favoritas de los fotógrafos de la monarquía del antiguo imperio. Sonrían, reinas, por favor. Click. Click.
Y el día de hoy, en la capilla del Castillo de Windsor, el propio príncipe Carlos llevará a la novia del príncipe Harry hasta el altar. Pero, un momento. Aquí hay algo muy raro. Se trata de Meghan Markle, una mujer que ha sido considerada un verdadero explosivo para la tradicional monarquía británica. Para empezar, ella nació en Windsor, pero no en el Reino Unido. Nació en View Park Windsor Hills, un barrio de Los Ángeles de clase media, lejano del ostentoso Beverly Hills. No es el barrio negro de Compton, pero es un caserío de casas módicas, de un solo piso, donde viven familias de profesionistas venidos a menos. Su madre es afroamericana, instructora de yoga, su padre es de ascendencia francesa e irlandesa, un fotógrafo ya retirado. Ella es mestiza, de piel morena. Muy alejada de la blancura real del Palacio de Buckingham. De manera que ella no es inglesa. Tampoco es de educación anglicana. Estudió en escuelas católicas, por la orientación irlandesa de su padre. Ahora mal, es una mujer de mayor edad que su novio. Le lleva 3 largos años. Y -lo peor- es que es divorciada. ¡El ingreso a la familia real no será su primer matrimonio!
La prensa se come a rebanadas a la próxima integrante de la familia real. Excepto esa prensa vanguardista -nunca falta- que señala que la boda real es una pequeña prueba de que la monarquía está cambiando. Que en plena época del Brexit la realeza se abre para aceptar a los extranjeros y los diferentes, mientras en las calles de Londres y Birmingham patean a los migrantes.
Meghan dará mucho de qué hablar. La revista Esquire dice que es una mujer que ha salido de los pequeños papeles en las series televisivas de Los Ángeles para debutar en las grandes ligas europeas, y que va armada de su notable inteligencia, su sentido del humor y su belleza.
Parece que se avecina una nueva tormenta sobre el castillo de Buckingham. La última se llamó Lady Dy.