Hace 6 años, cuando un vendedor ambulante se prendió fuego porque la policía le había incautado su pequeña carreta de mercancías, se inició un movimiento generalizado conocido como «la primavera árabe». La inmolación del pobre hombre fue en Túnez, en un pequeño pueblo llamado Sidi Bouzid, y era la víspera de navidad en el mundo occidental. Las redes sociales sirvieron como la mecha de un polvorín que se extendió a lo largo y a lo ancho del mundo árabe, y muchos pensaron que se trataba de un movimiento a favor de la democracia, tal y como sucedió con los países de Europa Oriental que vivían bajo el yugo de la Unión Soviética y abrasaron las prácticas de las elecciones libres.
Pero en el mundo árabe eso no sucedió. Salvo en el propio Túnez, donde las fuerzas en pugna lograron un acuerdo muy endeble para formar un gobierno de coalición, en las demás naciones lo que se impuso fue la lucha de caudillos y regiones, la guerra religiosa entre las sectas suni y chiíta del Islam, el recrudecimiento del poder del ejército, y el surgimiento del Estado Islámico.
En Egipto se ensayó por primera vez, después de la revuelta que terminó con la dictadura de Hosni Mubarak, unas elecciones libres, de las cuales surgió el gobierno de un presidente civil sin vínculo alguno con el ejército. Se llamó Mohamed Morsi, y su gobierno tuvo la duración efímera de un año. Trató de conciliar a los extremos representados por un grupo llamado los Hermanos Musulmanes y el reducto de los coptos (crisitanos) en Egipto, y su política desató la cólera de millones de manifestantes. Al final, su mandato acabó con otro golpe de Estado del ejército, y Egipto regresó a sus costumbres bárbaras y arbitrarias. En los últimos cuatro años, durante el nuevo gobierno militar, han sido arrestadas 60 mil personas por razones políticas. Morsi, por su parte, está pagando la pena de cadena perpetua.
En Libia, después del asesinato del líder histórico Muamar el Gadafi, se creó un vacío de poder que no puede ser llenado por dos poderes regionales en pugna (uno llamado La Cámara de Representantes y otro el Congreso General Nacional), y el Estado Islámico se apoderó durante un largo tiempo de la ciudad de Sirte, la cuna donde nació Gadafi. En la actualidad, los grupos más beneficiados con la anarquía son los traficantes de personas que engañan a los miserables que salen de las costas de Libia y buscan refugio en Italia.
En las demás naciones que sintieron el oleaje de la primavera árabe, como Argelia, Marruecos y Bahréin, los monarcas y caudillos al más puro estilo árabe se impusieron como los poderes inalterables a pesar de las protestas. En algunos países hubo cambios superficiales a las legislaciones, y en todos se desató la brutalidad del ejército para reprimir a los inconformes.
Tal vez el peor resultado de la llamada primavera árabe fue la guerra en Siria. Después de más de un lustro de batallas encarnizadas para deponer al tirano Bashar el Asad por parte de una oposición igualmente sanguinaria, el tirano sigue gobernando, y ha logrado apoderarse de las dos terceras partes del territorio del país. Ya expulsó a la oposición de la ciudad -ahora totalmente destruida- de Alepo, y al Estado Islámico de la ciudad de Raqqa. El saldo de esa carnicería constituye un verdadero invierno para el mundo árabe: 340 mil muertos, 11.5 millones de desplazados hacia el interior del país, hacia los países vecinos y hace Europa, y la mitad de las escuelas y hospitales destruidos por los combates.
En lugar de la democracia y la libertad, la primavera árabe condujo a las naciones gobernadas por el Islam a un nuevo reino de guerra y muerte. Ese capítulo aún no se cierra.